Naíbet Soto Parra
Siempre he sido indisciplinada para escribir. Por eso los pocos diarios que conservo de mi infancia y adolescencia, son un cruzado de mucha información en medio de importantes períodos de silencio. Presumo que por eso, de adulta comencé a llevar unas agendas que combinan mis tareas y compromisos, con lo que me pasó ese día, a lápiz, bolígrafo o creyón. Si mi agenda cayera en manos ajenas, amén de los datos básicos para contactarme y el número de mi neurólogo, obtendrá unas páginas bastante crípticas.
Y entonces Paisajeno. De frasquistera grabé un vídeo diciendo que yo quería leerlo. Y en la primera página tuve que visitar a un optometrista que me asegurara que no sufro de presbicia adelantada. La fuente es pequeña, hermosa, en negritas, mayúsculas sostenidas, cursivas, con comillas, años, autores, referencias, chistes privados, dedicatorias sólo para los dedicados, mapas, canciones, cómics, loops, palabras que sirven de hilos de Ariadna, entretejiendo nuevos laberintos internos, de manera que, cada vez que creía que estaba entendiendo, debía volver a desandar lo andado con un rollo de pabilo de dimensiones descomunales. Estuve a punto de hacer mi confesión de parte en un breve tweet que dijera: «Más perdida que Naky leyendo #Paisajeno«. Pero mi orgullo no me lo permitió. Frasquistera.
A Paisajeno súmenle esa rara combinación de perseguir al autor, para adquirirlo al precio que ese día tenga el barril de petróleo. Un sello fantástico que le suma unicidad a tu ejemplar, no sólo por la numeración sino por el lugar donde logras adquirirlo, con fecha y todo. Una firma de niño de 9 años ante su primera cédula. Un casetico como de Betamax, la referencia a su correlato digital, y entonces comprendes la importancia de una conexión a Internet que te permita sortear el poema que no hallarás en el libro. Sobé su precioso papel de seda, y decidí separarlo mientras lo leía, no fuese cosa que lo estropeara en mis idas y vueltas.
Y entonces Willy. Una muchacha embarazada, un niño perdido en el Parque del Este. El Caracazo. La desgracia de Vargas. Elecé, a diferencia de mí, lo lee en desorden y cada vez que cierra el libro dice: ¡qué arrecho Willy! Le pregunto -tratando de disimular mi resquemor- ¿Qué leíste, amor? ¡Ah!, cuando conoció a Virginia. Espero que se meta al baño. Le doy la vuelta a la cama, agarro Paisajeno, lo hojeo calculando más o menos el grosor que le vi sostener. ¿Dónde está eso? No está. Es. Va siendo. ¡Oh, la epifanía!
Me tomé una Loratadina por adelantado y busqué en el closet del cuarto de la loca (donde guardamos todo lo que no cupo en otra parte de la casa) mis cajas de memorias. Saqué mis cuadernos de niñita forrados con sopotocientas calcomanías selladas con papel contact. Ajá. Vamos a ver. Mi papá nos llevó a viajar en el Metro de Caracas. El ticket está pegado entre corazoncitos. Que Alejandra no me saludó y ya no es mi mejor amiga. Dibujé un cohete extraño y le escribí en verde grama Challenger. Mi nana vió conmigo una película de Dolores del Río. Un recorte de Astérix y Obelix. Dibujo libre de El retorno del Jedi. Una mancha de café con leche que delata de mi afición por el remojo de galletas María. Una foto de mi hermano con el look de los Globetrotters. Me regalaron el elepé de Culture Club, pero yo sólo oigo Karma Chameleon. Dibujé un Bolívar acostado sobre un 200 enorme. Panamericanos 83, compromiso de todos, compromiso de usted, -eso no estaba escrito, lo canté al ver la calcomanía-. Una página entera pintada con tempera negra. Fuimos a ver Superman III. Muchas hojas después, digo cuánto hemos llorado la muerte de mi abuela Julia. La recuerdo. Lloro. Confieso que mi hermana me tiene aburrida con las paredes forradas de afiches de Menudo. Se va el Presidente de los Torontos. Le pido al Niño Jesús que no me traiga nada, pero que ponga contenta a mi mamá. 1983.
Vuelvo a Paisajeno. ¡Te agarré, Willy McKey!, como Lusinchi juro que a mí tú no me jodes. Victoria pírrica. Vuelvo a sus poemas, a su humor fino, a sus complejos corchos de imágenes en palabras, de paisajes ajenos, de referencias que me obligan a volver. Con la frente marchita. El tinte me ayuda a revertir las nieves del tiempo. Willy es un Dj. Paisajeno es un mosaico construido con sus acordes. Sus calcomanías no están fijas con papel contact, sino con gotas de pega Elefante. La del pote con la tapita de embudo invertido, de la que siempre debías retirar lo que antes te sobró, a menos que quisieras vivir el efecto de salsa de tomate, y luego de mucho apretar, con la presión interna, contemplabas la costra durita en medio del litro de pega derramado. Sus referencias se reacomodan una y otra vez, hasta que formes parte de ellas y te sepas el voyeur protagónico de un guión movedizo, como de esas películas ultra secretas, en la que los actores reciben sus parlamentos el propio día de la grabación. Paisajeno es un estímulo al Jhon Nash que todos llevamos dentro.
En palabras del PopStar: Paisajeno eres tú hombre, que ahora lees estas líneas, y tú mujer, que todavía no lo has adquirido, y tú también que no tienes idea de por qué estás leyendo esto. Porque todos estamos ahí, salvo que es improbable que lo narráramos así, y sólo por eso, vale el precio del barril o el de un bono de la República. Porque a lo mejor, de aquí a que esos bonos sean cobrables, yo lo entienda completo. Pero ya es, va siendo. La poesía quizá me está negada, pero las memorias no.
1983, del viernes negro al dile sí a tu país.
1983, cuando el país se nos hizo ajeno.
¡Me agarraste, Willy McKey!
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*Foto: Cesar Segovia, @cesarsegovia en Twitter