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Publicaciones de la categoría: Reseñas

La soledad de los números primos

05 Viernes Oct 2018

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 ”La gente no perdía tiempo, se aferraba a unas pocas casualidades y fundaba sobre ellas su existencia” aquí se resume el momento de duda no resuelta que caracteriza la vida en común de Mattias y Alice. Una historia de soledades, matizada de amor, que nunca termina de cruzarse. Esa constante que le da voz a “La soledad de los números primos” y que permite a Paolo Giordano invitarnos a entrar al complejo mundo de silencios, de historias infantiles que marcan para siempre, de rasgos psicológicos de unos personajes que a través de su historia retratan momentos de nuestras propias vidas.

No se detiene a contarnos la historia de amor que a pesar de sus complejidades siempre logra capitalizar a su favor un final feliz. Confieso que en varias ocasiones estuve tentada a sellar la felicidad de estos dos seres, a desear febrilmente que rubricaran el pacto que los mantuviera juntos para siempre y felices. Al fin y al cabo sus historias tenían un montón de coincidencias. Y en la vida real uno termina buscando ese espacio de compartir con quien se ama, las historias y los gustos que sólo puede entender ese demente, tan demente como yo.

En la metáfora matemática de los números primos se esconde la historia de dos seres que se saben imposibilitados de pronunciar la palabra o el gesto que borre al número par que los separa. La vocación que han desarrollado por estar solos se impone, y conserva entre ellos la eterna sensación de estar juntos, pero sin tocarse. Hay entre ellos un tácito acuerdo de conservar momentos, flashes de momentos mágicos, sin la intención de eternizarlos. Porque la orfandad se les impone como un vicio que no quiere abandonarse.

Y aunque Paolo Giordano no viene a contarnos una historia fácil, sin embargo, fácilmente muchos reconocemos a una Alice o a un Mattias en nuestras historias de amor. Con melancolía o sin ella, seguro contamos con alguien a quien no dejamos de presentir, porque estamos “unidos por un hilo invisible, oculto entre mil cosas de poca importancia, que sólo podía existir entre dos personas como ellos: dos soledades que se reconocían”.

Reseña hecha por: Ana Julia Niño Gamboa. @anajulia07 en Twitter

ENARDECIDA MÁQUINA

13 Domingo May 2018

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“…La fleurquiplasaittant àmoncoeur desolé”

Gerard de Nerval. El desdichado.

 

eubm-96-21Un día de mil novecientos noventa y uno, Miyó Vestrini hizo suya una de las alegorías de Nerval y se sumergió para siempre en la gruta de las sirenas. Desde entonces, la violencia de su mirada interior resplandece -en modo de subyugación- en los materiales dispersos a los que el lector contemporáneo tiene acceso.

Pero también en la poesía hay actos de amor, y la editorial Letra Muerta viene de publicar un delicado homenaje a Miyó Vestrini: una reunión de su poesía inédita titulada “Es una buena máquina” (2015). Nada en el diseño del libro fue dejado al arbitrio, y para sus lectores el poemario será un objeto imprescindible en sus bibliotecas.

En “Es una buena máquina”, Vestrini aparece en su embrujo yuxtapuesto de plenitud y desolación. “Odio esa tropa del subconsciente y de la crueldad automática. En mis horas permisibles, renazco antes de la humedad última (…). De rodillas, me dejo envolver por las aguas de Boticelli”. Cada poema es un lacerante ejercicio de vigilia: “Invento gritos, alaridos, revueltas/pero generalmente la gente huye/o se queda silenciosa/Y siempre,/a esta hora,/me muero de ira, de sueño”.

La elección del título del libro, conduce a una época olvidada en el que los sonidos secos de la máquina de escribir daban cuenta de la soledad, la angustia o el dolor de los escritores. El eco circular de las teclas en una sala vacía, era la clave -parafraseando a la poeta- de “los que aún rondan el fuego enardecido”. Para Miyó Vestrini, cada jornada era un testimonial de su meditación con la muerte. “Para la poesía, maldita y aborrecida, siempre hay un día siguiente: la muerte”.

“Entre los derechos del hombre figura el escribir largamente, para sí primero, para los otros luego, con un profundo bien o mal definido: inundar las vitrinas, las paredes, los países, las casas. O en fin de cuentas, suicidarse”. La palabra de la poeta colma el silencio del lector, lo devora.

Asomarse a “Es una buena máquina”,es un réquiem a la solemnidad de los gritos primarios que hay en todo acto creador. El lector se conmueve de la insalvable soledad de la poeta, de su elegancia y excesos.

“Todavía no escoge el lugar/pero piensa ya en el exterminio de la luz/y la inquietud llena de lágrimas sus ojos”. Y otra vez Nerval, MiyóVestrini se sumergió en la infinita gruta de las sirenas. Todavía su frente está roja del beso del fuego enardecido.

@storytellerve09

Murakami en su fragua

28 Miércoles Feb 2018

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En el prólogo a su libro de cuentos Sauce ciego, mujer dormida, Haruki Murakami afirma: “es difícil hacer experimentos como a mí me gusta dentro del marco de una novela”. No obstante, el lector de Baila, Baila, Baila deberá disentir del propio escritor. Si este lector, además, pertenece a la gran mayoría de aficionados al autor nipón que leyó en primer lugar Crónica del pájaro que da cuerda al mundo, no verá en esta nueva traducción sino la fragua artesanal de la inequívoca firma del novelista.

Publicada recientemente en español casi un cuarto de siglo después de su primera edición en Japón, Baila, Baila, Baila, aparece como una novela de estilo dórico a los lectores hispanoamericanos de Murakami, ya acostumbrados a su imaginario superlativo. La trama es arquetípica del autor: un joven solitario debe completarse a sí mismo a través de las claves que le son dadas en una realidad yuxtapuesta. También esta vez, aparecen personajes misteriosos (incluido un escritor cuyo nombre es un anagrama de Haruki Murakami) y una adolescente dotada de un sentido de percepción oculta.

Baila, Baila, Baila es una novela más de estilo que de contenido. Sus símiles y onomatopeyas muestran a un autor en formación. Sus recursos literarios tienen una efectividad hiperbólica: “Era Kiki. Mi cuerpo se crispó sobre la butaca. Detrás de mí se oyó el ruido de una botella rodando por el pasillo del cine”. Falta el elemento épico que madura en las novelas siguientes. Sin embargo, los fanáticos hispanoamericanos del japonés agradecerán reencontrarse de nuevo con los fetiches del autor. Las primeras páginas de la novela, son un sorbo puro de licor murakamiano.

Paul Valéry establece en sus Cahiers tres grandes variables que constituyen el conocimiento: Cuerpo, Mundo, Yo-alma/espíritu; y escribe con resuelta clarividencia, “el yo es el origen”. Esta concepción es simétrica con la estrategia narrativa de Murakami. Sus historias establecen una relación irrevocable entre el cuerpo, el mundo y el espíritu. Sus personajes, proyectan los nudos que deben desenlazarse a lo largo de la trama (“y es que los pensamientos reverberaban” reconoce el protagonista de Baila, Baila, Baila).

Leer la última novela traducida al español de Murakami, implica colocarse en perspectiva. Como el alpinista que vuelve a escalar un monte cuya cima ya ha sido alcanzada, pero que esta vez sólo va a una estación intermedia. Quienes desconozcan la cronología del autor, pueden desalentarse o criticarlo de manera acerba. Pero Murakami, como la realidad, no es un sistema lineal y a sus lectores siempre les emocionará reflejarse en las solitarias contiendas de sus personajes; o imaginar sus propios pensamientos reverberar en la oscuridad de su particular Hotel Delfín, a donde cada quien vuelve en sueños.

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Reseña hecha por @storytellerve09

storytellerve@yahoo.com

¡Dejen en paz a Bartleby!

02 Lunes Oct 2017

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Jaime Fernández Martín

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Si Herman Melville se levantara de su tumba del cementerio neoyorquino de Woodlawn es probable que se extrañase de la curiosa suerte que ha corrido Bartleby, el personaje de uno de sus relatos más conocidos, Bartleby, el escribiente (1856). De un tiempo a esta parte, en el mundillo literario éste encarna al prototipo de escritor que, después de una carrera productiva y exitosa, un día decide abandonar el oficio para siempre, sin ofrecer explicación alguna. Ejemplos notorios de ello fueron en el siglo XX  Juan Rulfo y J.D. Salinger, autores de una breve pero influyente obra. Éste último quiso desaparecer también de la vida pública. El mexicano eludió hasta su muerte la cargante pregunta de por qué no volvía a escribir.

Hasta que se propagó la moda de identificar a Bartleby con los escritores dimisionarios, el autor por antonomasia con el que se los vinculaba era Arthur Rimbaud, quien a los 21 años abandonó la poesía para llevar una vida aventurera por Oriente y África, hasta su muerte en Francia a los 37 años.

Curiosamente, el “síndrome de Bartleby” parece haberse impuesto sobre el “síndrome de Rimbaud”. Enrique Vila-Matas ha popularizado aún más la moda en su libro Bartleby y compañía, en el que refiere los casos de numerosos escritores que desertaron de la escritura, así como de otros que, sin dejar de escribir, rehuyeron la imagen pública.

Pero, como reconoce el propio Vila-Matas, el texto fundador del fenómeno del escritor que abjura de su oficio es Carta de Lord Chandos, publicado por Hugo von Hofmannsthal en 1902. El relato contiene la misiva, fechada el 22 de agosto  de 1603,  que el joven aristócrata Philip Chandos escribe a su mentor, el filósofo Francis Bacon, en la que le desvela, en tono de disculpa, su propósito de renunciar para siempre a la actividad literaria tras perder “la capacidad de pensar o hablar coherentemente sobre ninguna cosa”. En la carta, Chandos explica detalladamente las complejas razones que le han impulsado a tomar esta decisión.

¿Por qué, sin embargo, Bartleby se ha impuesto también sobre el erudito británico? Quizá porque la aparente actitud irracional del copista se presta más a la arbitrariedad imaginativa que el análisis introspectivo de Philip Chandos, quien atribuye su renuncia a la escritura a una “enfermedad del espíritu” que desmenuza brillantemente en la carta.

A pesar de su título, Bartleby, el escribiente no aborda en absoluto al asunto del escritor que abjura de su oficio. En realidad el relato encierra una profunda crítica a la moral del interés propio, en este caso al amparo de la religión calvinista.

Para empezar, el protagonista no es Bartleby sino el abogado anónimo que le cuenta al lector su estrambótica experiencia con un escribiente al que contrató para el despacho que regentaba en Nueva York. Sin su confesión no tendríamos a Bartleby ni la crónica de su relación con él. Como relator único, es el dueño de su testimonio y del lenguaje en el que lo transmite, razón de más para que leamos cuidadosamente cada una de sus palabras y, dada la conflictividad de la historia y su desenlace, lo observemos con desconfianza.

Sin embargo, la mayoría de las interpretaciones del cuento apuntan a Bartleby y no a su creador y su elocuencia. El abogado sabe que quien lleva la voz cantante tiene también la última palabra, y que el lenguaje sobrevive al silencio, aunque distorsione el hecho narrado. Por ello se dice que la historia la escriben los vencedores, quienes sólo han de esperar a que sus destinatarios se la crean.

Al comienzo del cuento el abogado, un solterón de unos sesenta años, confiesa que, después de treinta en el oficio, ha conocido a muchos escribientes, por lo que si quisiera, “podría relatar varias historias que harían sonreír a los bienhumorados y llorar a las almas sentimentales”. Quizá pensara en esta segunda clase de lectores mientras redactaba la de Bartleby. Lo único que lamenta es carecer de conocimientos biográficos de éste, un detalle que califica de “pérdida irremediable para la literatura”. Tanto interés por las vidas ajenas choca con la parquedad de datos que ofrece de la suya, hasta el punto de silenciar su nombre.

Pero, además de dar rienda suelta al deseo de lucir sus dotes de narrador, el otro propósito implícito que le mueve a contar la historia es convencerse, persuadiendo de paso a los lectores, de haberse conducido en su relación con el copista como un “alma caritativa”, guiado únicamente por la filantropía, la piedad y la obediencia al mandato de la compasión cristiana hacia el desvalido.

Por poco que el lector escarbe en el relato del abogado, descubrirá que se halla ante uno de los mentirosos más hábiles de la ficción literaria en su tentativa de hacerle creer la versión que ofrece de sus desventuras con Bartleby. Una versión en la que recurre a tretas de leguleyo para ocultar ante su conciencia y ante el lector su cobardía y egoísmo, apelando a sentimientos propios de sermón dominical y a la manoseada caridad cristiana.

Con la astucia que lo caracteriza, al describirse procura hacerlo a partir de la imagen, naturalmente positiva, que otros tienen de él. Así, sus conocidos le consideran un hombre de confianza (“safe man”) y el difunto millonario John Jacob Astor, “un personaje poco dado al entusiasmo poético”, dijo de él que su primera característica era la “prudencia” y luego “el método”. Al citar a este célebre personaje, cuyo nombre “le encanta repetir” porque le suena como “el tintineo con el que el oro llama al oro”, trata de presentarse ante el lector con una pátina de prestigio.

Pese a reconocer que carece de ambiciones y que prefiere el “cómodo recogimiento”, en vez del brillo que puede deparar la actividad pública, expresa su enojo por la pérdida inesperada, como consecuencia de una supresión administrativa, de un puesto vitalicio, poco complicado y bien remunerado: el de secretario de la Corte de Derecho Común.

En suma, la percepción que se ha formado de sí mismo y de su existencia, y con la que se muestra muy conforme, no dista mucho de la que identifica al burgués calvinista que encarnaba Benjamin Franklin, con su retahíla de pequeñas virtudes -frugalidad, utilitarismo, diligencia, sobriedad, ahorro, laboriosidad, perseverancia y confianza-, que si el individuo cultiva con esmero deben conducirle a la anhelada perfección moral.

Su visión del arte de vivir se reduce a estas virtudes, combinadas con un modus vivendi  cómodo y económicamente seguro. La inicial atracción que le despertó Bartleby se explica porque creyó hallar en él una suerte de doble, sólo que pobre y lacónico; alguien para quien, además, la conciencia no se distingue mucho de un libro de contabilidad y que, encadenado a la previsión y sumergido en “las aguas heladas del cálculo egoísta” -Marx dixit-, se encuentra más cerca de la muerte que de la vida. No sospechó que,  tras aquella fachada  de timidez y conformismo, se ocultaba un terco no a todo, en las antípodas de su positivismo alicorto.

Aparentemente el argumento de Bartleby, el escribiente es simple. Después de una larga experiencia laboral, el abogado contrata a un escribiente que refuerce el trabajo de los otros tres empleados que están a su servicio en el despacho de Wall Street. Según su testimonio, entre los candidatos que se presentaron, eligió a Bartleby porque le llamó la atención su figura “pulcra, respetable hasta inspirar compasión, con un aire irreprimible de desamparo”.

Pero a los pocos días ocurrió un incidente imprevisto. El apacible copista incumplió uno de los encargos burocráticos de su jefe, replicándole con una frase que volvería a pronunciar cada vez que éste le encomendaba algún cometido, por trivial que fuese: “Preferiría no hacerlo” (“I would prefer not to”). Esta es la célebre respuesta que ha dado pie a la interpretación literaria que asocia a Bartleby con los escritores dimisionarios.

Ante semejante reacción, el abogado descubre en el copista una oportunidad  para mostrarse paciente y compasivo, en cumplimiento del mandato de su moral religiosa. Para eso se siente dotado de “sensibilidad moral”. Incluso, a la vista del absentismo de Bartleby, confiesa que no le costará nada tolerar la extraña terquedad de éste, “mientras cultivo en mi alma  lo que, en su momento, será un bocado apetitoso para mi conciencia”. Así se hallaba más cerca de la retribución con la que, según el código religioso, se compensa a las “almas caritativas”, sobre todo cuando uno se siente frustrado por la derrota de alguna expectativa material en esta vida, como haber perdido el codiciado puesto de secretario de la Corte de Derecho Común que pensaba disfrutar con carácter vitalicio.

Finalmente, el copista se niega también a cumplir su oficio y cualquier orden que le imparte su jefe. Sólo quiere que lo dejen en paz, un deseo que el abogado no está dispuesto a satisfacer en su nada desinteresado empeño por ayudarlo. La apatía del escribiente llega al extremo de instalarse en la oficina, obligando al abogado a marcharse de ella. Desconcertado, éste concluye que  sus problemas con Bartleby le “estaban predestinados desde la noche de los tiempos” y que había venido a parar a su casa “por algún designio misterioso de la omnisciente Providencia” que él, “en su condición de simple mortal”, no podía desentrañar. Esta  conclusión no es más que charlatanería de catecismo concebida para conmover a los lectores “impresionables” y sólo sirve para encubrir el propósito expuesto por él mismo unas páginas atrás: que la terquedad de Bartleby le permitía cultivar en su alma lo que en el futuro sería un apetitoso bocado para su conciencia.

Las efectistas exclamaciones “¡Ay, Bartleby! ¡Ay, humanidad!” con las que clausura su relato, después de la muerte del escribiente en una sórdida prisión en la que ha sido encerrado por su negativa a abandonar la oficina, constituyen el broche de oro de una historia que el abogado considera ejemplarizante, y en la que si él desempeña el loable papel de alma caritativa –para eso la ha escrito-, Bartleby está destinado a ejercer de pobre diablo que, inexplicablemente, se resistió a la fraternal oferta de auxilio de su jefe.

Esas breves exclamaciones finales resumen el sentido del relato. Como no se ha ayudado lo bastante al prójimo, hasta dejarlo morir igual que un perro en el patio de una cárcel, siempre quedará el refugio de la “humanidad” abstracta y lejana en el que limpiar la conciencia manchada por la culpa.

A mediados del siglo XIX, cuando Melville publicó su relato, el nuevo credo del humanitarismo se extendía como una mancha de aceite entre la pequeña burguesía ascendente y hasta entre los fieles de las religiones convencionales que, como el abogado, acudían los domingos a la iglesia para dejarse impresionar por el predicador de moda, algo que él mismo perseguirá con su historia.

En la Europa decimonónica el otro exponente literario de individuo humanitarista tan esquinado como el abogado neoyorquino de Bartleby fue Monsieur Homais, el boticario anticlerical y volteriano de Madame Bovary, quien, después de arruinar en su propio beneficio la carrera del ingenuo médico Charles Bovary, el marido de Emma, supo hacer méritos para ser condecorado por sus servicios.

Ignoramos la fuente precisa en la que Melville se inspiró al escribir su relato. Los críticos mencionan a Emerson. Sin embargo, el discurso del abogado concuerda con la reflexión formulada por su contemporáneo, el británico Matthew Arnold, en  su libro Cultura y anarquía (1869), acerca de la “concepción filistea de la vida”.

Arnold desarrolla esta idea tras comentar una noticia publicada en un periódico sobre el suicidio de un tal señor Smith, secretario de una compañía de seguros. De este individuo, exponente perfecto del filisteísmo de la clase media victoriana, se decía que trabajaba “con la aprensión de ser pobre y condenarse eternamente”.

En su comentario, Arnold advierte que con frecuencia “nos limitamos a la preocupación por hacer dinero y la preocupación por salvar nuestra alma”, de tal manera que “la estrecha y mecánica concepción de nuestros negocios seculares” procede de “una estrecha y mecánica concepción de nuestros negocios religiosos”, una derivación que, a su juicio, causa un verdadero estrago en la vida de las personas.

Volviendo al caso del “pobre señor Smith”, Arnold señala que en éste convergían

“tanto la más noble y gran preocupación como la más mezquina, la preocupación por salvar su alma (según la estrecha y mecánica concepción que tiene el puritanismo de lo que es la salvación del alma) y la preocupación por ganar dinero”.

Puesto que el abogado del relato de Melville no quiso revelarnos su nombre, podemos bautizarlo con el del directivo de la compañía de seguros, señor  Smith: ambos se parecen como gemelos. Este dechado de burgués, con ramalazos de Tartufo puritano, también encaja en una aguda observación que hizo Alexis de Tocqueville tras su estancia en Estados Unidos.

El pensador francés anotó que en este país el gusto por los goces materiales no sólo no se contradecía con las buenas costumbres, sino que incluso “a menudo viene a combinarse con una especie de moralidad religiosa”, que se reduce al deseo de “lograr lo mejor en este mundo, sin renunciar a las posibilidades del otro”.

A la luz del extraño destino que la posteridad ha asignado a Bartleby, también empeñada en no dejarlo en paz, resulta sintomático el interés que parecen despertar los escritores dimisionarios y aquellos otros que se apartaron del fulgor de los focos en una sociedad en la que se multiplica la gente que escribe, en la que los escritores juegan a escribientes y literatos y en la que los lectores, más que leer libros, pasan páginas.

Quizá estos rara avis sean los auténticos guardianes de la literatura, quienes, en contra de la corriente, prefieren no publicar más (aunque no dejen de escribir), atrincherándose en la mesa de su escritorio, como Bartleby en la oficina de su pelmazo jefe. Si “el único destino noble de un escritor que publica es no tener una celebridad acorde con sus merecimientos, el verdadero destino noble es el del escritor que no publica”, anotó Fernando Pessoa, otro apóstol de la renuncia que sólo quería que lo dejasen en paz con sus heterónimos.

Ya lo advirtió hace varias décadas Nicolás Gómez Dávila, el perspicaz (y también oculto) crítico de la cultura y la sociedad moderna:

“La literatura no perece porque nadie escriba, sino cuando todos escriben”.

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@Jaimefermar en Twitter

Esta reseña fue publicada originalmente en el blog: http://enlenguapropia.wordpress.com/

 
 

La profecía de Praga

21 Jueves Sep 2017

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Por Librodeldía

descarga (5)El poder es el arma que el hombre ha querido para sí desde el principio de los tiempos. En ella residen todas las ambiciones que guarda en secreto, por esos las grandes guerras que se han desatado en la historia solo han tenido este propósito. Esta es la propuesta de La profecía de Praga, una novela policial que combina lo antiguo con lo moderno para enganchar al lector con una historia que nos mantiene en vilo hasta su desenlace.

La historia parte desde la aparición un grupo de homicidios que aparentemente no guardan relación entre sí, pero que luego son vinculados al robo de un extraño libro en un museo en New York. Una división de investigaciones especiales llamada “La guardería”, integrada por un equipo de trabajo de mentes excepcionales (ingenieros, expertos en informática y programación) comienzan a desarrollar una investigación que aparentemente está basada en teorías conspirativas históricas y que puede considerarse en nuestros tiempos difícil de creer. A medida que van ahondando en el caso, el equipo se va dando cuenta que la profecía es más que un mito y son muchos los que están detrás de ella. Es aquí cuando una simple investigación policiaca se convierte en una cruzada para salvar algo más que el día de trabajo.

Rafael Carbajo, su autor, atrapa al lector por la pericia que tiene para lograr profundidad y acción en sus personajes, invitándolo a adentrarse en el entramado de situaciones que guardan un desenlace que poco se espera. Sin duda, un nuevo aire a la novela policiaca que dará tela que cortar.

 @rafael_carbajo en Twitter

 

 

El mundo de Mariana

04 Lunes Sep 2017

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Por Librodeldía

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elmundodemarianaLa infancia es el territorio de lo asombroso. En ese tiempo donde todo es una primera vez, nuestros ojos observan el mundo como una gran épica cotidiana. Toda tarea, problema o inconveniente se convierte en una empresa que hay que asumir con gallardía, donde el coraje es necesario para afrontar las grandes batallas que se presentan. La infancia, entonces, parece ser el territorio donde todo puede ser posible. Esta es la prerrogativa de la novela El mundo de Mariana, de C.J. Torres, un interesante experimento narrativo donde la voz que lleva la historia es la de una niña que se va contando a medida que va deslumbrándose con lo que la rodea.

Mariana lo sabe, a sus cinco años de edad ha entendido que la vida se debe vivir así, con alegría, con esperanza, valentía y aplomo. A sus cinco años ya conoce el valor de los números, de la amistad, de las tradiciones y la familia, armas suficientes para emprender los años venideros. Como dice en su prólogo, Mariana “conserva su inocencia y eso la convierte en la mejor observadora”.

La odisea de su bautizo es el leitmotiv que va dando curso a esta novela llena de oralidad, de costumbres colombianas, donde cada intento frustrado va tejiendo una nueva alternativa, más exagerada que la otra, para que “Marianita la más bonita” pueda recibir la santa bendición que todo niño debe tener. Incluso, sus padres llegan al punto de intentar bautizarla por Internet al no poder haberlo hecho por ninguna de las vías convencionales. Pero esto no representa algo triste para nuestra protagonista, al contrario, nuestra niña dice: “Cada día me convenzo más de que mis bautizos no eran para bautizarme y ya, si no para darnos raticos felices, como que mis papis vieran las estrellas en El Rodadero, que yo conociera a Kai y ella me tejiera la manilla que me va a cuidar siempre”. El optimismo de los niños es una fuente que no se agota.

El mundo de Mariana es una novela muy bien lograda por su autor, capaz de moverse en un registro tan complicado como la voz infantil y de mostrar no solo la vida de los niños, sino parte de la idiosincrasia del colombiano, sus rasgos más representativos, y su ejemplar forma de crianza que los lleva a hacer todo por sus hijos.

 

El arte de contar brevedades

26 Sábado Ago 2017

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Por Librodeldía

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51hqjC9NybL._AA160_El microrrelato es una postal que narra un instante, que muestra un paisaje en un tiempo determinado. Es la imagen en su estado más puro, lograda con la precisión de un cirujano. Dominar este arte exige lenguaje y pericia, atributos que llaman al lector no solo al divertimento sino al reconocimiento, al asombro, el mismo que Aristóteles anunciaba en su Poética. En El cielo en ruinas, de Angel Fabregat Morera, nos topamos con esto y con más, siendo lo cotidiano y lo azaroso el telón de fondo para contarnos estas brevedades, donde también el juego y la ironía se hacen presentes para decirnos que el mundo no siempre es un buen lugar para vivir en él.

Fabregat Morera logra construir con criterio, dentro del corpus de las historias, dos tipos de personajes: personajes border, cansados, molestos, siempre a punto de la locura o la ira; Estos podemos verlos en relatos como “El desquiciado”, donde un hombre, al perder a su mujer, decide asediarla por el contestador del teléfono para poder escucharla siempre. O en el microrrelato “El intento”, la historia de un hombre que busca huir de su casa a media noche por no soportar la vida que lleva. Ambos, son la representación clásica de una bomba de tiempo la cual no sabemos cuándo va a explotar.

Pero también aparecen personajes derrotados, nostálgicos, agotados por el pasado, y sin fuerzas para repeler las embestidas que da la vida. Estos se ven en aquellos relatos donde la sensibilidad aparece como el motor de la historia, evocativa y sin melodramas que puedan opacar al texto; Este tipo de personaje podemos encontrarlos en cuentos como “El terrorista”, posiblemente uno de los relatos mejor logrados del libro, donde el militante de un grupo violento vuelve a su casa para compartir con la familia. O en “El hombre que pinta huidas” donde la locura de una persona, lo lleva a pintar las paredes del sanatorio donde se encuentra.

Historias particulares, llamativas y con mucho humor son la constante que nutre El cielo en ruinas, un libro sólido que dará de qué hablar entre sus lectores.

La ciudad vencida

24 Miércoles Dic 2014

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Ana Julia Niño Gamboa

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©LDF_LA_CIUDAD_VENCIDA_YENITER_POLEO_18112014Febrero, de 1989 o de 1992. Caracas con todos sus íconos: música, colas, violencia en la calle, gobiernos corruptos, ostentosas rumbas, minitecas, estrenos de cine, gente alegre y gente triste, autopistas que en un dos por tres te ponen frente al mar, y todo, todo lo que puede pasar y pasa en una ciudad como esta. En ella, Guaní, un periodista ya casi en retirada y Cariú, una pasante ansiosa de comerse al mundo nos ponen frente a cuentas que sabemos pendientes pero que tratamos de saldar con el olvido.

Pensé que me encontraría con una historia para periodistas. Pero me sorprendí con una novela llena de datos y sentimientos delicadamente hilvanados, sensiblemente tejidos para tender una red que nos traspasa como lectores, que nos mueve como habitantes de una ciudad sacudida por dos eventos violentos que siguen agazapados en nuestra memoria, y que de tanto en tanto vienen a revolvernos a la Caracas de cielos azules y Ávila siempre verde.

Es fácil querer a Cariú, en algún momento me enamoré de Deto, casi pude ponerle voz a ese maniático Guaní, comprendí tanto a Magaly Prieto cuando confirma “no es cierto que el periodismo sea la búsqueda de la verdad; lo que busca es poner en evidencia las mentiras”. En fin, los personajes de Yeniter Poleo existen y con ellos traba una historia cuyos hechos te asaltan para traerte del pasado no superado, y lo hace sin pretensiones moralinas, sin pontificar. Poleo pone en la mesa un tema de ciudadanía que casi siempre consideramos apto para lecciones de escuela pero no como ejercicio reflexivo: lo que no hicimos, la solidaridad ausente, dejamos solos a los familiares con sus dolores, con la muerte, y a muchos, sin sus muertos. Y hoy nos repetimos. Tratamos de huir para volver a la normalidad, dejamos que los gobiernos incumplan con la ética mínima que significa garantizar la justicia y la paz, y no forzarnos a “vivir en un lugar donde las balas obligaran a la conformidad”.

La ciudad vencida más que una novela es un espacio de reflexión y encuentro, o de reencuentros. Es un “coro de voces que celebran sus olvidos con hambre de nuevas rupturas”.

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@Anajulia07 en Twitter

Todos los trenes de César Segovia

11 Jueves Dic 2014

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LDF_PT_CUBIERTA_RGB_071014Próximo Tren es una reescritura poética de la geografía del tren. Su autor es César Segovia y lo edita con sello impecable Libros del Fuego. Las estaciones de los trenes son el lugar poético de la dialéctica entre sus alegorías y símbolos. Hay en ellas un encuentro continuo entre la lentitud y la rapidez, el partir y el permanecer, entre la presencia y la ausencia. Contemplar los rieles y durmientes convoca la errancia, la lejanía y -para algunos- la muerte.

Desde el punto de partida queda establecido el tema y el vértigo en el poemario de Segovia (“A esta hora toca ser el vidente cegado por la/mínima luz que arde en las ventanas abiertas. Toca ser/el tren que parte desde el ánima lúdica hecha voz/frente al espejo“). En palabras de Eugenio Montejo, este esclarecimiento inmediato del tren como fuente poética ( “la prontitud para relacionar los elementos de su imaginación”) pone de manifiesto el dominio del autor.

Los poemas de Próximo Tren son asomos cuánticos al reverso del tránsito sobre los andenes (“Fue. El ánimo del viaje. Las marcas del gerundio al borde del andén. Las marcas del pretérito en las vías del tren. Las marcas subjuntivas en tus ojos”). Su ritmo es vertiginoso (“Un tren, cada tren, todos los trenes. Una sombra que se aterra con la luz de cada intento desnudo en un resquicio”).

Hay una recurrencia al tránsito y la desmemoria en los textos de Segovia. También al sentimiento universal de los últimos encuentros en las estaciones de tren, en los que las personas quieren comunicarse algo definitivo, pero como sentencia Henry Miller, sus caras son solo máscaras desfiguradas por una sonrisa vacía. Segovia propone una clave poética para la mecánica del tren en movimiento: miradas en gerundio.

“Yo no soy ni tren, ni riel, ni andén. Soy el tránsito desnudo de una palabra por decir”. Es el poeta haciendo énfasis en la creación y no en el objeto. Es Segovia que le recuerda al lector su propia historia personal de trenes que partieron.

No hay indicaciones de salida en Próximo Tren. Las escaleras de las estaciones no llevan a ninguna parte. Siempre habrá un próximo tren escribe César Segovia, para que aprendamos que la desesperanza es concéntrica.

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@storytellerve09

Storytellerve@yahoo.com

El Falke. Una tragedia recobrada.

28 Viernes Mar 2014

Posted by Libro del día in Reseñas

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falkeUna sola escena desnuda la quimera de la última invasión armada al régimen gomecista. Una sola escena da cuenta del espanto: “Son las siete de la mañana. Tenemos dos horas en tierra y Delgado está muerto a diez metros del Puente Guzmán Blanco”. Hace diez años el escritor Federico Vegas, a través de la literatura, le devolvió a la historia del Falke su lugar entre los fantasmas del inconsciente colectivo venezolano. Hoy, una nueva edición (Alfa, 2014) justifica la urgencia de recontar su tragedia.

¿Cuál es el magnetismo del Falke? Por cada arista donde se asome el lector resuenan las diatribas de aquellos expedicionarios: la desproporción entre sus fines y sus medios, el (des)encuentro de la última generación de caudillos con la camada de estudiantes del ’28, el vaivén interior entre modernidad y romanticismo en los jóvenes resueltos a dejar una huella y el convencimiento sintomático en la omnisciencia del dictador. Vegas muestra a Gómez como un amo lacaniano, a quien sólo escuchamos de manera indirecta.

La perspectiva autobiográfica del Falke nos hace empatizar desde el inicio con Rafael Vegas. En su reconstrucción como personaje literario, el novelista Federico Vegas no le insufla a su narrador una dimensión épica que hubiese traicionado la integridad de su legado histórico. Conforme se avanza en el libro, el lector se mimetiza con las pasiones del joven protagonista. Es imposible juzgar a otros personajes como Doroteo Flores o José Rafael Pocaterra, sin afectarse por los prejuicios de Rafael Vegas.

El autor no lo menciona, pero pareciera probable que su protagonista haya leído en París a Proust, ya conocido como autor importante para la fecha de la narración. Eso explicaría no sólo que en las anotaciones del joven Vegas ningún hecho tenga mayor jerarquía literaria que otro, sino también que su constante preocupación por no escribir la totalidad de su experiencia personal durante la aventura. No hay fronteras entre la vida y la escritura en los cuadernos del diarista del Falke.

Mención aparte merece el personaje de Armando Zuluaga, hay en él ese misticismo medieval de los poemas de Ramos Sucre. Podría hacerse un paralelismo entre el fatum del Zuluaga literario y el caballero del poema El Monólogo del poeta cumanés: “… Se ha arruinado con la desdicha y se extravía en medio de las lucubraciones de un entendimiento evaporado”. El carácter de Armando reúne los elementos esenciales del espíritu caballeresco y su muerte es un sacrificio cifrado.

La travesía marítima del Falke se vincula -inexorablemente- a los colores de los mares que cruza. El lector siente la fatiga del viaje junto a los personajes, su desconfianza recíproca. Incluso, siente el temor de verse a la deriva con un estado mayor que todas las noches consulta su destino a los espíritus. Cuando el barco se acerca a Cumaná, la naturaleza del trópico precipita la fatalidad en el destino de cada tripulante. Un siglo antes, Humboldt contempló estupefacto aquel mismo paisaje. Los indios caribes reclutados por Delgado y compañía no eran muy lejanos de aquellos que divisó el naturalista alemán navegando en sus piraguas.

El Falke es una tragedia que la fábrica venezolana de lugares comunes llamaría disparate. Gracias a su lucidez narrativa, Federico Vegas no cae en la impostura y ordena -con un dejo de melancolía- lo sublime, lo solemne, lo irónico y lo banal que hay en toda tragedia. “Acaso no sabíamos que hasta el más cruel y obstinado presente se convierte en pasado” le escribe Gallegos al joven Vegas; en los ecos de estas palabras retumba la inquietante moraleja de este libro imprescindible.

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@storytellerve09

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