¿Palíndromo? Arepera. Sólo me sabía ese. Arepera. Y vete tú a saber dónde reposa la poesía de una reina pepeada, una catira o una sifrina. ¿Dónde?

Con mi sensei de vocería aprendí, que la única manera de hacer verdad una mentira, era creyéndotela. Transformando la historia en una memoria que pudieras narrar muchas veces, interrumpiendo su secuencia, de atrás hacia adelante y de adelante hacia atrás. Porque si quieres atrapar a un mentiroso, el anzuelo más sencillo es preguntarle primero el desenlace y que te eche la historia al revés.

Sí, es más barato decir la verdad. Y la verdad es que leí cada poema de César Segovia como una buena mentira, sorprendiéndome con la exactitud de sus caracteres contenidos, buscando con terquedad una “a” mal puesta, una “f” que sobrara, una letra que rompiera la justicia de su concordancia. No la hallé.

¿Cómo piensa un poeta de palíndromos? ¿Cómo funciona el espejo imaginario que abre el compás de su simetría, aunque los significados no sean los mismos? Yo no sé leer poesía. Hay un dejo incomprensible en el tenor de los poetas que he tenido el privilegio de escuchar. Una necesidad bucólica y sombría, donde las pausas son importantes, donde las líneas nunca son sucesivas, y encierran suspiros necesarios, que sólo conoce quién los sintió y escribió. Hay una fragilidad soberbia en su desorden, donde la prosa es un exceso, una vía rápida para sus cursos invertebrados, y pobre de ti, que no tienes idea de cómo se lee lo que lees.

Y leí a César como me dio la gana. Lo leí con despecho, con interés, con un “¿ah?” atravesado en la obstinada necesidad del inicio, desarrollo y cierre que nunca obtuve. Por eso me gustó más. Porque tuve que inventarme las historias que se resumían en sus palíndromos. Tuve que leer a Darío Lancini para entender incluso el nombre de la colección, y fascinarme con sus propias obras, menudas, chiquitas, sabrosas. Y al terminar me pregunté, ofendida conmigo misma, ¿por qué yo no sabía quién era Lancini?

“Eso lo sé” saldó una vieja deuda que la poesía tenía conmigo, porque al leerlo varias veces, aunque las letras repitieran su orden exacto, pude recrear mis propias palabras estructurando otras maneras de decir cosas que él no escribió, pero que yo sí leí.

Lo que digo cuando digo esto, es que buena parte de mi resistencia a la poesía es el “deber ser” de una metalectura para la que no todos fuimos entrenados, ¿saben?, como ver un desfile de moda y concluir que todas las piezas son horrendas, que jamás te pondrías algo así, y sin embargo los críticos afirman que es una de las piezas más bellas que han visto alguna vez, y que supera toda propuesta vanguardista en pasarela. Y tú te quedas con esa espina, con la duda, con la rabia que no resuelve la pregunta capital: ¿qué vieron ellos que no viste tú? Igualito pasa con la poesía, ¿qué leen los que sí saben de eso, que no lees tú? ¿Dónde reside la belleza de un poema?

Una amiga me dijo hace pocas semanas que no entendía la campaña de odio contra Arjona. Que le fastidiaba que amasen a Drexler y odiasen a Arjona. Que le explicase por qué Sabina era un dios y Arjona un condenado. Oh, el pecado de la obviedad, pensé. La ruta fácil, me dije. El absoluto de aquellos que se reconocen cultos en su orbe de gustos similares, a los que sólo ellos tienen acceso, porque sólo ellos saben leer lo que tú no lees.

Pues, ¡el palíndromo es la tercera vía! ¡La monserga de la liberación! Léelo de derecha a izquierda, o al revés. ¡En el palíndromo cabemos todos! Porque todos concurriremos a sus estructuras, con la misma pregunta y la misma certeza: ¿cómo lo hizo?, ¡yo no podría hacerlo!

Y responderá César Segovia: eso lo sé. Y no es mentira.

 

Reseña hecha por: Naíbet Soto Parra @Naky en Twitter